Mientras caminaba por mi barrio tomé esta fotografía. Enseguida recordé la historia que una vez me hiciera Marcos. Cuando tenía algunos 13 años hizo su huerto casero. Araba la tierra y sembraba lechugas, tomates y ajíes. ¡Qué fertilidad la de aquella tierra! Unas cincuenta lechugas del país cada mes y algunos días. Me contó también cómo las recogía y las lavaba con gran entusiasmo. Después las empaquetaba y se las vendía a su abuelo, un soldado Borinqueneer, para que éste las vendiera en su colmado: “La Casita”. Así sacaba unos cuantos pesos al mes. Aprendió que se vive de la tierra cuando se le trabaja bien. La vida le llevó por otros rumbos y aunque ya ha podido reencontrarse un par de ocasiones con el trabajo de la tierra, simplemente no ha podido ser.
Esteban todos los años le invitaba a recoger el café de su finca. Y Pedro, al otro lado del océano, le invitó a la vendimia. Sé que algún día volverá.
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