jueves, 30 de septiembre de 2010

Julia y Miguel

Todavía tenemos sus vasos y platos. Es una vajilla blanca, con líneas grises y rosas rojas y azules. La mesa redonda en la que escribo alguna vez también fue de ellos. Ella siempre llegaba de improvisto en horas mañaneras. Era todo un escándalo; Perrita le ladraba, ella se encolerizaba e insistía en tocarla, su perro entraba a la casa –y más ladraba Perrita- a olfatear todo, la colilla de su cigarro iba cayendo sobre la recién estrenada loza… Nos hacía de corrido algunas 3 ó 4 preguntas. A todo le contestábamos que sí, aunque a decir verdad la mayoría de la veces no entendíamos de qué hablaba. Era todo un evento cuando se escuchaba el timbre y por la puerta aparecía Julia. Cuando se iba de repente (después de haber recopilado suficiente información), todo volvía a la normalidad. ¡Qué silencio! Ese lapsus de algunos minutos era como una irrupción de otra dimensión.



            Miguel siempre paseaba a Troy. Anhelaba poder cambiar su cacharrín por uno nuevo. Las reformas al piso hicieron añicos su sueño. A él, le podías hablar todo lo que quisieras. Podías gesticular, abrir bien los labios; te contestaba con algún sonido o seña y seguía andando. Siempre que miraba a Julia, se volteaba y como que nos decía: “No le hagáis caso. ¡Está chalá’!”.

            Recuerdo aquellos días por Getafe. Se nos ocurrió rentar un piso sin agua ni luz. Era lo que había. En lo que culminaban la obra, íbamos al hostal Colón un día sí y otro no. Allí vimos con asombro la botella que tenía aquella pegatina extraña con el Generalísimo; todo un caudillo. Por aquellos días, Getafe fue nuestro pueblo y no hubiera sido igual sin los dos miembros honoríficos de la Asociación de sordomudos.